Asesinar al traductor
Por Mariano Antolín Rato (en el Trujamán de CVC)
Entre los traductores de organismos internacionales circulaba una historia hace años que nunca he llegado a saber si en realidad no era más que una leyenda urbana —vía Internet me entero de que la expresión «leyenda urbana», usada con bastante frecuencia en los últimos tiempos, la acuñó en 1968 un folclorista, definiéndola como historia moderna «que nunca ha sucedido, contada como si fuera cierta»—. Cierto o no, lo que se comentaba en despachos, pasillos y cafeterías donde se reunían esos funcionarios con contratos temporales, consistía en que un conflicto diplomático entre España y Marruecos se debía a un error de traducción. Al parecer, a la hora de hacer la versión de un documento que estipulaba los límites de las aguas territoriales de los dos países, su traductor al español consideró las millas como náuticas, mientras que el encargado de ponerlo en árabe las tomó por internacionales; o viceversa. Había, pues, una diferencia de dos centenares de metros y pico, y los negociadores de ambos países, de acuerdo con los textos que tenían delante, defendían posturas distintas que ellos creían las justas.
También sé de casos en que una cuestión referida a la traducción influyó en el veredicto de un jurado. Al menos eso cuenta Janet Malcolm en uno de sus siempre brillantes trabajos. Durante un juicio por asesinato en el que la acusada era rusa, quien se ocupó de traducir sus declaraciones al juez, pues la vista se celebraba en Nueva York, cometió un error. Convirtió una expresión de la mujer que decía: «¿Te vas a apear?», en un equívoco: «¿Vas a hacerme feliz?», dirigido a su supuesto amante y cómplice. La explicación de la pifia, para mí que desconozco el ruso, queda bien expuesta por Malcolm, y constituyó, según todos los indicios, uno de los motivos de la sentencia, que fue la de culpable.
Sin embargo, es en la traducción literaria donde encuentro el caso que creo justifica el título que he puesto y que a los que nos dedicamos a ella no puede dejar de ponernos los pelos de punta. Resulta que como consecuencia de una traducción inexacta se produjo el apuñalamiento del traductor de una novela y el asesinato de otro.
Se cuenta pocas veces —o al menos, a mí no me había llegado la información— que la fatwa, esto es la condena a muerte de Salman Rushdie en 1988 por haber publicado la novela Versos satánicos, tiene su origen en un descuido de traducción. Eso explica, y de modo convincente, Eliot Weinberger, el traductor al inglés de Octavio Paz, Borges y Huidobro, entre otros, de quien Atalanta, y con versión de Aurelio Major, acaba de publicar un libro de miscelánea de lo más estimulante, Algo elemental —cualquier día me ocuparé de los siempre sugerentes trabajos de Weinberger sobre la traducción; lo merecen, y mucho—.
De acuerdo con lo que afirma Weinberger, el título del libro de Rushdie procede de una leyenda de la tradición islámica sobre que la escritura del Corán fue dictada a Mahoma por el propio Alá a través del arcángel Gabriel. Según esa historia, Mahoma, que encontró resistencia en su intento de suprimir a todos los dioses locales de La Meca por uno solo, incluyó unos versos —o quizá mejor sería decir «versículos»— que admitían a tres diosas populares como las hijas simbólicas de Alá. Posteriormente declaró que los versículos se los había dictado Satán por medio de Gabriel, y fueron suprimidos. Los orientalistas británicos del siglo xix los llamaron «versos satánicos», pero en árabe los versos se conocen como gharaniq, «los pájaros». El libro de Rushdie se tradujo al árabe literalmente como Al-Ayat ash-Shataniya. Shataniya significa «Satán», y ayat «los versos del Corán». Como la expresión «versos satánicos» es completamente desconocida en el mundo musulmán —algo que, al parecer, Rushdie no sabía— el título en árabe implicaba una de las más graves blasfemias imaginables: que el Corán había sido compuesto por Satán, algo que para el contenido de libro era irrelevante.
El error, aparte de Rushdie, que todavía sigue bajo amenaza de muerte, lo pagaron unos traductores. El italiano, Ettore Caprioli, que fue apuñalado, aunque sobrevivió. Y el japonés, Hitoshi Igarashi, que murió en el atentado. Ante esas muestras de fanatismo, en España y otros países las versiones fueron firmadas con pseudónimo y los editores temieron por su seguridad personal. Unos temores que aún no habían desaparecido en 2005, cuando Eduardo Chamorro realizó una nueva versión de la novela, firmándola con otro nombre, por si acaso. Lo cuento ahora porque, para nuestra desgracia —y en su recuerdo escribo estas líneas—, Chamorro murió de cáncer hace unos meses.
